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Las mujeres y la verdadera democracia | Dolly Montoya Castaño

El pasado 8 de marzo conmemoramos el Día Internacional de la Mujer, una fecha que sirve para reconocer el trasegar de cientos de generaciones de mujeres, lideresas en sus comunidades, que han luchado por nuestros derechos y han abierto las puertas a una mayor participación, y que nos han servido de ejemplo para que hoy nosotras continuemos con estas luchas, demostrando nuestras capacidades de liderazgo para la transformación social y haciendo visible nuestro papel fundamental en la construcción de verdaderas democracias.

La participación de las mujeres y las niñas en todas las esferas de nuestras vidas permite la construcción colectiva de soluciones innovadoras que promuevan la igualdad de género, la ruptura de las brechas de desigualdad, la tolerancia y la promoción de la diversidad; tan necesarias para la democracia y la vida en sociedad.

El reconocimiento a estas mujeres activistas que han luchado por nuestros derechos pasa también por admitir que la democracia colombiana y sus homólogas latinoamericanas tienen su germen en procesos de emancipación que ignoraron o impidieron la acción política de las mujeres, más de la mitad de la población. La revolución francesa, la independencia de los Estados Unidos y de América Latina persiguieron la ruptura del antiguo régimen y la construcción de uno nuevo en el que el origen del poder soberano fuera el pueblo o la nación; pocas veces se ha reconocido el papel de las mujeres en esos movimientos sociales.

El inicio de las democracias modernas permitió por primera vez vislumbrar una sociedad incluyente en la que cada ser humano pudiera avanzar en el escalón social, tener acceso a derechos y ser reconocido por los otros como un agente con la potencia necesaria para gobernar y transformar la sociedad. Sin embargo, los creadores de nuestra nación, y de las sociedades hijas de las democracias, abrieron las puertas de la participación política, económica y social sólo a un sector privilegiado. La democracia y el poder popular que de una u otra manera esperaban las mujeres que apoyaron la revolución francesa o al ejército libertador, se vio reducida a una democracia parcial, donde el pensamiento hegemónico masculino determinó que tan solo los terratenientes y los hombres de las clases económicas más favorecidas podían tener derechos políticos.

La promesa de democracia transitó así a una democracia inacabada que, desde entonces, llegando a nuestros días, ha sido motivo de disputa por los múltiples sectores históricamente excluidos, que han sido relegados a ser un pie de página de los libros de historia. La apertura democrática, que rápidamente se fue desarrollando durante la segunda mitad del siglo XIX, permitió que más actores se fueran vinculando a la participación en democracia; sin embargo, las mujeres continuaron excluidas hasta bien entrado el siglo XX. En nuestro país la llegada del voto femenino tardó 25 años más que en otras democracias del continente, como la ecuatoriana. El 25 de agosto de 1954 se permitió por fin el voto de las mujeres, una victoria de la democracia que no se vería cristalizada sino hasta 1957, con el plebiscito que dio fin a la dictadura e inicio del Frente Nacional. Hemos avanzado desde entonces, pero aún es largo el camino que nos falta recorrer.

Hoy día la participación de las mujeres en el congreso ronda cerca de un 30% y aún existen los denominados “techos de cristal” en otras áreas de la esfera pública como lo es la participación en puestos de dirección de las empresas o el pago del mismo salario para similares cargos. Nuestra tarea como academia y sociedad debe seguir siendo la garantía de espacios seguros para nosotras las mujeres en el trabajo y en nuestras relaciones personales.

La lucha de los movimientos feministas del siglo pasado por el sufragismo y el avance en derechos configuró un nuevo escenario al que hoy nos enfrentamos. Nuestra nación debe atravesar un profundo proceso de cambio cultural que rompa definitivamente la sociedad construida por el pensamiento masculino y que permita de una vez por todas que construyamos un nuevo contrato social donde hombres y mujeres seamos reconocidos y tratados como iguales, con la capacidad necesaria para decidir cuál es el futuro que queremos para nuestro país y nuestro mundo. En la Universidad Nacional de Colombia (UNAL), desde 1967, profesoras como Florence Thomas vienen abogando por esta transformación del tejido social. Sus trabajos dieron fruto en 1994 a la Escuela de Estudios de Género de la UNAL que lleva casi 30 años aportando con academia e investigación a esta discusión científica, política y cultural.

La potencia renovadora para acometer ese cambio se encuentra en la capacidad que tengamos de fomentar liderazgos colectivos y transformadores que efectivamente tiendan puentes, rompan la segregación e impulsen la participación y el reconocimiento del papel que hemos jugado nosotras las mujeres como principales formadoras y constructoras de nuestra sociedad.

La verdadera democracia es aquella donde las mujeres podamos participar desde la diversidad, siendo libres de elegir y ser aquello que queramos ser. Una democracia plena, será la de una sociedad que atravesó un profundo cambio cultural para garantizar que la humanidad, el amor, la seguridad, el respeto, la inclusión y la libertad sean los principales valores que reglen la vida; donde se pueda vivir sin miedo a expresarse o a ser víctima de la violencia; donde exista justicia para las personas sin importar su género, procedencia, origen étnico o religión.

Les invito a que construyamos espacios de diálogo, discusión y trabajo conjunto, en nuestros hogares, calles, aulas y plazas, para que mujeres y hombres podamos profundizar en este cambio cultural que nos brindará la sociedad incluyente y sin segregación que anhelamos y por la que estamos trabajando.

Fuente: http://www.elespectador.com

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