En un artículo reciente Juan Tokatlian sostiene que “Colombia ha sido el más violento y fracasado laboratorio de la cruzada contra las drogas ilícitas”. Esto ha sido posible a pesar de la evidencia abrumadora que existe, desde hace décadas, sobre el fracaso de esa cruzada. Hay políticas que resultan dañinas aunque están sustentadas en buenas razones, pero en este caso ni siquiera ese consuelo tenemos. ¿Cómo explicar semejante absurdo? Pues porque los costos de esta política están pésimamente repartidos: los países productores de estas drogas son los que padecen el crimen organizado, con su capacidad para corromper o neutralizar al Estado, para someter a la población civil y para producir estragos ecológicos en los territorios.
¿Qué hacer ante semejante encrucijada? Hay dos salidas a la vista: seguir los dictámenes de esta política destrozada o declararnos en rebeldía, legalizando la producción de las drogas ilícitas. Ambas son inconvenientes: la primera, por lo que ya sabemos (vamos de mal en peor), y la segunda, porque nos convertiría en un país paria, enemigo de la comunidad internacional.
La solución que se me ocurre, quizás desesperada, es una intermedia y consiste en adoptar una práctica que existió en los tiempos de la Colonia y que se conoce con la fórmula de “se obedece, pero no se cumple”. Cuando los funcionarios consideraban que una norma (hecha en Madrid por gente que no conocía lo que pasaba en América) era perjudicial, usaban esa fórmula, con lo cual ponían de manifiesto que no eran rebeldes pero que, para evitar males mayores a la población, se veían en la necesidad de no acatarla. La expresión cobró mala fama porque fue interpretada como un engaño a la autoridad, pero su sentido original no era otro que el de adaptar el derecho a las circunstancias.
Colombia tiene derecho, incluso autoridad moral, para decirle a la comunidad internacional dos cosas. Primera: “No me pidan que controle el negocio del narcotráfico, lo cual no solo es injusto, sino imposible y trágico”. Mientras más recursos se invierten en la represión, más suben los precios, más rentable es el negocio y más crecen la producción y el crimen. Segunda: “Mi deber primordial es defender los derechos de la población y ejercer soberanía en los territorios”. Por eso, “no me impidan que haga acuerdos (de sometimiento, de zonas vedadas, de límites inviolables, de líneas rojas) con los jefes de los carteles de la droga, destinados a aumentar la capacidad institucional para proteger a la población civil”. El Estado puede ceder en su obligación de controlar el narcotráfico (tarea imposible, por lo demás), pero no puede ceder en su obligación de ejercer soberanía (la palabra es excesiva, ya lo sé) y de proteger los derechos de la gente. En este sentido, me sintonizo con lo dicho por Rodrigo Uprimny y por Gustavo Duncan en columnas recientes cuando sugieren que la paz y los derechos de la gente están por encima de la guerra contra el narco.
¿Difícil esta solución? Por supuesto que sí, porque si bien está justificada, es contraria a los parámetros de cooperación establecidos en la guerra contra las drogas. Por eso sería conveniente que fuese una iniciativa de varios gobiernos latinoamericanos. El día que haya un bloque importante de países que “obedezcan y no cumplan” con las exigencias de esta guerra ruinosa, el prohibicionismo empezará a derrumbarse y con él la criminalidad mafiosa. Hecho esto, podremos empezar a cumplir la promesa constitucional de llevar el Estado (no solo el ejército) a las regiones para proteger a la gente y de poner en marcha una política de drogas que realmente funcione.
Fuente: http://www.elespectador.com