La “Huerta de doña Elena” está ubicada en pleno centro de Bogotá, en un lugar improbable dado el bosque de torres de apartaestudios que la rodea. Para ingresar, hay que conocer el laberinto de callejuelas y pasadizos que llevan a una puerta casi invisible que da acceso a un pequeño patio ajardinado sorprendentemente verde, apretadamente verde, lleno de camas de cultivo hechas de trozos de madera reciclada y cientos de materas: no se puede sembrar en el piso, ocupado por las inmensas raíces de un gigantesco ciprés, probablemente el más grande y antiguo de la ciudad. Doña Elena, la anfitriona, peleaba con el árbol, pero hace tiempo hicieron las paces: ella y su familia conviven con él hace décadas, sus historias de la vida local y compartida lo corroboran.
En la huerta crecen decenas de especies, la mayoría hortalizas y plantas aromáticas, todas introducidas y naturalizadas en Colombia, al punto que las personas se refieren a ellas como parte de herencia indígena, que no lo es: las trajeron los españoles como propias, habiéndoles llegado a su vez desde Asia a través de la ruta de la seda. Curiosamente, buena parte de las narrativas ecológicas del altiplano cundiboyacense se basan en la conservación de un paisaje inventado: el conjunto de pasto kikuyo, vacas y eucaliptos, la bucólica sabana, tan biológicamente irrelevante como la lechuga, pero políticamente la base de luchas ambientalistas que la identifican con el verde que algunos corazones quieren retener. Doña Elena sabe que su lotecito está asediado por la presión inmobiliaria, y, como muchos vecinos de vieja data que carecen de títulos plenos, ha logrado hacer valer la tradición de la ocupación, aunque aún debe luchar para proteger sus derechos y no ser expulsada del barrio donde llegó… expulsada de otro lugar. También sabe que cada espinaca o col morada que produce es incapaz de competir en un mercado donde la renta del suelo se tasa en miles de pesos por metro cuadrado, así que las convierte en protagonistas de su resistencia y, en vez de hacer ensalada, vende obleas de colores: la cotidianidad se paga con los ingresos que deja el turismo solidario en una visita que puede durar un día entero y se convierte en una experiencia maravillosa gracias a la anfitriona. Hay gente que prefiere los servicios de la huerta a los del Hotel Tequendama: hay buen ajiaco de almuerzo.
El discurso de doña Elena es fascinante y es imposible no simpatizar con su causa inmensa: la “defensa del territorio”. Ha escogido un método creativo y poderoso para defender su derecho a la ciudad construyendo una noción de naturaleza totalmente propia, ajustada a un ecosistema híbrido de entidades y prácticas que provienen de todas partes del mundo, pero que apropia para evitar ser expulsada por la lógica del mercado de vivienda temporal para estudiantes, propia del sector. Ha escogido quedarse y cientos de personas la apoyan; su protesta es pacífica y razonable a la vez que apasionada. Al final, como todos lo hacemos, apela a una narrativa ecológica para encontrar un lugar en medio de la complejidad, creando y manteniendo un nicho que tal vez no persista, pero que demuestra el poder creativo de la cultura, la verdadera esencia de la naturaleza. A pocos metros, también se visita el Museo Nacional, donde con ojo avizor se pueden leer las narrativas ecológicas de una nación que no se entiende a sí misma.
Fuente: http://www.elespectador.com