Nuestros deseos políticos dependen del régimen en el que vivimos. Así lo entendieron Platón y Montesquieu, entre muchos otros. En el contexto democrático, la igualdad se erige como un deseo fundamental. No es el defecto de unos pocos “resentidos” y “envidiosos” sino una característica intrínseca del régimen. A medida que abrazamos la democracia, nuestra inclinación colectiva hacia la igualdad crece.
La igualdad democrática no es compatible con los lujos, sobre todo los extremos. En latín, lujo significa exceso, pompa, esplendor: todo lo que no se corresponde con las vidas de los simples mortales. Por eso, quien tiene lujos es desigual con respecto al ciudadano común. Montesquieu explica, siguiendo lo anterior, que lo propio en la democracia es la moderación. Si el exceso no es conveniente, lo lógico es que vivamos sobriamente, sin mostrarnos superiores a los demás (como en el principio nórdico de janteloven).
El deseo de igualdad de las democracias modernas ha derivado en el Estado de bienestar, el principio de igualdad legal, el sufragio universal, el salario mínimo, etc. A pesar de eso, dichas democracias han incorporado en sí mismas el principio aristocrático de la desigualdad, necesario para el capitalismo. Este significa que los mejores, según el mercado, deben ganar más. El resultado es que el deseo de igualdad entra en contradicción con el deseo de tener más que los otros.
Las democracias modernas intentan resolver la contradicción anterior. Por ejemplo, a los más ricos se les permite tener más que a los demás, así como gozar de lujos inconcebibles para las mayorías, siempre que contribuyan con sus impuestos a la igualdad general (que todos tengan acceso a la salud, por ejemplo). El conflicto subsiste, empero, porque, como dice Montesquieu, las fortunas inmoderadas “miran como una injuria todo lo que no se les otorga en poderío y honores”. Por eso lucharán contra el principio de igualdad.
La contradicción no debería aparecer, sin embargo, en el Congreso. El lujo es contrario a su espíritu democrático e igualitario. El exceso de los congresistas contribuye en buena medida al irrespeto ciudadano de la ley, precisamente porque el pueblo intuye que no es lógico ni legítimo que los hacedores de leyes actúen de modo contrario a la democracia, i. e., prefiriendo su enriquecimiento a la igualdad. Deberían vivir con recursos moderados y dignos, nada más.
Tocqueville vio en su Democracia en América que esa forma de gobierno produce (y se basa en) una cultura igualitaria. La democracia no consiste solo en votar. Transforma las relaciones entre clases, sexos e individuos, volviéndolas más iguales. Y en nuestro país debería cambiar las desigualdades gigantescas que hay entre gobernantes y gobernados. La moderación quizá no podamos pedírsela del todo a los ciudadanos privados, pero sí a los políticos.
Los congresistas, en fin, deben ganar un salario moderado. El exceso de sus inmensos ingresos es contrario a la democracia. El asunto no es urgente, al menos en un país como Colombia, pero tampoco es algo que debamos dejar pasar. Para decirlo de otro modo, este es uno de tantos asuntos importantes que no son para hoy, aunque deban resolverse necesariamente.
Quienes desestiman la cuestión de la igualdad en una democracia ignoran o rechazan los principios que animan a la última.
Nosotros los demócratas no podemos hacer lo mismo.
Fuente: http://www.elespectador.com